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Una razón para quedarse: 
Loco aún después de todos estos años

9/08      

Me topé con este escrito mientras revolvía algunos papeles viejos. Lo escribí hace más de 16 años, y me sorprendió lo esencial que resulta su mensaje central aún hoy, quizás más aún que cuando lo imprimí en aquella impresora vieja de puntos con las hojas perforadas en las orillas. Mi tendencia natural como escritor era intentar retocarlo para “actualizarlo” y mejorarlo. En suma me resisto, excepto a decir que uno de mis primeros pensamientos fue que debemos de estar locos al haber continuado haciendo esto mismo después de 16 largos años, y habiendo campeado tantas tormentas y crisis. Locos aún después de todos estos años (mis disculpas a Paul) o quizás hemos tenido la suerte de poder estar de pie en medio del remolino. El texto original habla suficientemente por sí mismo.

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Uno de los atractivos de enseñar, que a la vez es uno de sus escollos es el sentido de ir en una montaña rusa, de navegar por los altibajos de las vidas de los niños tratando de ir junto con ellos. Cuando entrevisto a los prospectos para maestros, generalmente rechazo a quienes dicen que quieren enseñar simplemente “porque amo a los niños”; no porque yo no ame a los niños, sino porque me da la impresión de que existe una atracción frívola y colegiada hacia una infancia mítica que es un poco superficial. El ámbito de la infancia es mucho más profundo aún; desde la sorprendente maravilla de descubrir algo nuevo, hasta la terquedad y la cólera egoísta del deseo insatisfecho. Amar a los niños implica un respeto mutuo, un sentido verdadero de la amplitud de sus capacidades. Alguien que no sea capaz de recordar cómo fastidiaba y era fastidiado en el patio de la escuela, será un pésimo maestro. 

El subirse en la montaña rusa, puede ser estimulante, deprimente, atemorizante cada uno a su vez. Nadie necesita ayuda para comprender cuán gratificante puede ser mirar cómo crece y aprende un niño. Los niños y las mascotas después de todo, son los únicos que nos aman incondicionalmente; pero los escollos son más difíciles de explicar, y más difíciles de sortear. Es atemorizante tener que explicarle a un niño que no eres más que un pasajero más, cuando él quiere que controles el barco. Cuando un niño te suplica que hagas algo para evitarle ir a los tribunales a declarar contra su padre, tienes que romperle el corazón y decirle que no eres el Peñón de Gibraltar con el cual te ha confundido. Y no hay nada más devastador que después de dar tu corazón y tu alma para ayudar a un niño, su agobiado padre te culpe en lugar de colaborar con el problema. En la enseñanza, como en el resto de la vida, es mucho más fácil no involucrarse.

Pero se trata precisamente de involucrarse. No te puedes bajar a la mitad del camino. Si, la enseñanza tiene sus días negros. Recuerdo una mañana gris, el día después de la revuelta en Los Ángeles. Conducía al autobús a un grupo de niños risueños y efervescentes en la inocente ignorancia de su edad, cuando pensé con serena claridad sobre la prospección de su futuro. Aquí estaban, una mezcla de niños negros, latinos y blancos, la mayoría pobres, y en Los Ángeles, tanto la clase como la raza no eran puntos que se pasaran por alto. Como consecuencia de ello, lloraba nada más de pensar lo que les esperaba a estos niños, mis niños, pensaba con la posesividad estrecha pero nutriente que adoptan los maestros. De pronto me percaté de la realidad de que a la edad de cuatro o cinco, muchos de estos niños ya estaban en desventaja. Las estadísticas me inundaban la mente conforme calculaba las oportunidades, esforzándome por ocultar mi desesperación ante sus miradas concientes y anhelantes.

Este día, y muchos otros, he vuelto a recordar la otra mitad del paseo, el alborozo y la recompensa de haber logrado esculpir tu sentimiento al menos en alguien. Cada maestro desea ser recordado, ser un alguien que permanezca en el pasado de un niño y que se mantenga vivo y creciente aún cuando el recuerdo ya haya pasado. Sin embargo, no tengo aún una historia que pudiera compararse con una de mi madre, la que después de cuarenta y cinco años de criar y enseñar a niños aún evoca sus emociones y renueva su llamada.

Un día mi madre recibió una llamada de larga distancia, con una voz vagamente familiar en el otro extremo. Es gracioso cómo podemos a veces vadear entre los trucos de la memoria, como si siempre pudieras verte en aquellos retratos de cómo te verás dentro de veinte años. “Hola, ¿es la Sra. Welch?, Soy Miriam Irving. ¿Me recuerda?

Me tuve que reír cuando lo escuché. Miriam Irving había sido alumna de mi madre en el Jardín de Niños hacía siglos. Tengo que admirar el propósito que le dio la fortaleza de llamar a pesar de la inseguridad de que quizás no se acordaran de ella. Miriam no lo sabía, pero era tonto pensar que mi madre se hubiera olvidado.

Miriam era casi de mi edad, y cuando éramos niños jugamos juntos un tiempo. Ella y sus hermanos eran casi de la edad de los hijos más pequeños de mi madre. En ese entonces eran unas de las pocas familias negras en Salem, y aún cuando nuestra amistad surgió a través de nuestras madres, creo que en el pensamiento liberal de mi madre blanca, creía que era especial que nosotros tuviésemos amigos negros. Nos quedábamos en su casa e íbamos de viaje juntos, un verano en particular. En una fiesta estábamos corriendo alrededor de la casa y chocamos de frente, mis dientes se estrellaron en su cabeza. Nuestros hermanos solían molestarnos diciendo que nos gustábamos. Supongo que así era, como mi primera novia. Su cabeza sanó, pero yo aún conservo un diente que permanece medio descolorido en mi sonrisa, un trofeo del tiempo que estuvimos juntos. 

Sin embargo, los recuerdos que surgían en la mente de mi madre, no eran por los que Miriam llamó. Y esa es la belleza de la enseñanza y de los recuerdos. Siempre te sorprendes un poco por lo que se queda con un pequeño, cuando tú recuerdas las cosas de manera diferente. “Recuerda que una vez en el Jardín de Niños” comenzó Miriam, su voz plagada de emoción. Los ojos de mi madre comenzaron a arrasarse antes de empezar a escuchar la historia, hinchándose bajo el peso acumulado de los antiguos recuerdos contenidos.

“Estaba jugando con el pizarrón, y me llené todos los brazos con gis”, continuó Miriam. “Me senté y dije, ¡Qué bien, ahora puedo ser blanca como los otros niños”. Mi mamá recordó de inmediato; su mente la llevó hasta un tiempo a finales de los sesenta, hasta el día en que el orgullo negro asustó tanto al FBI, que mataron a los Panteras en sus camas. Y usted dijo “No, querida, no eres blanca. Eres negra, y debes sentirte orgullosa de ello.” E hizo que me parara en un círculo con los demás niños y les dijera que no era blanca, que era negra y que estaba orgullosa de serlo. “¿Recuerda eso?”.

Nuevamente una risilla. Por supuesto que lo recordaba, pero no podía saber como Miriam sabía que no podía. “No estoy segura de que usted haya sabido cuánto significó para mí”. No tanto como ahora. Es gracioso, pensó mi madre, puedes hacer cosas que no son por el futuro, sino porque es lo correcto a hacer. En este momento después de que han pasado veinte años, y tantas cosas, salta de la nada, como un rayo del cielo. “De cualquier manera” continuó Miriam, “Me caso el mes entrante, y quisiera que viniera”. Cuando mi madre colgó el teléfono, estaba llorando.

Fue, por supuesto, en el autobús nocturno a Virginia, a donde se habían establecido. Se cambió en el baño de la estación, una reunión llena de lágrimas con despedidas rápidas y sin tiempo para ponerse al corriente, y regresó al norte. Miriam envió fotografías cuando tuvo a su bebé, y creo que otra después, pero perdimos de nuevo el contacto.

No creo que ella haya sabido en realidad, tal como mi madre dijo que ella tampoco, el impacto que provocó el que la llamara de esa manera. Valiente pensé, llamar después de años, corriendo el riesgo de haber sido olvidada. Algunas veces si regresan de hecho. Ella no sabía qué estábamos haciendo, no podía prever que estábamos intentando construir un modelo educativo alternativo, uno intenta cruzar las líneas de las clases, la raza y la cultura. Ella no sabía, no tenía otra meta que hacer lo correcto, lo que le da un mayor valor a la historia. Es un don. Le doy vueltas en mi mente como a una piedra ijada, desgastando sus orillas hasta alisarlas, cuando la montaña rusa se torna escarpada. Quisiera poder permanecer el tiempo suficiente para poder contar a alguien una historia mía que resultara semejante de manera que otros pudieran sentirse tan orgullosos de mí, como yo lo estoy de mi madre y por Miriam. Quisiera que Miriam supiera cuántas vidas ha tocado, tanto directa como indirectamente al renovar la inspiración. Creo que conservaré este escrito. 

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Al leer esto nuevamente me parece que la imagen de la piedra ijada es particularmente conmovedora. Eliminé la vieja historia y dejé que me inundaran las palabras como un bálsamo reconfortante que se necesita mucho. Cantidad de veces hemos estado a punto de cerrarnos, muchas más de las que podemos contar; hemos tenido que evitar artistas, gente insufriblemente insistente, legisladores afanosos y equivocados… y por supuesto los bancos, los federales y otros lobos que llegan a la puerta. Todo para continuar con lo que hacemos. Es difícil, o pareciera poco optimista el no avanzar, y hacer de cuenta que el solo hecho de estar aquí es un gran logro en sí mismo. Pero Kipling quizás tenía razón –“ si puedes conservar la cabeza mientras que todos a tu alrededor están perdiéndola y culpándote por ello…”. 

En ese entonces, perdí a mi padre, Miriam perdió a su marido y a su hermano. Julia y yo hemos estado juntos casi desde que comencé a escribir, el septuagésimo cumpleaños de mi mamá (al cual vinieron Miriam y su mamá, teniendo en cuenta el viaje que hizo mi mamá a la inversa) dio paso a su octogésimo, vivita y coleando. Pero más ampliamente, la intransigencia a la difícil situación de los pobres en L.A. pareciera hoy como un juego de niños, reemplazada por horrores inenarrables que no hubiéramos podido siquiera imaginar. En su lugar se ha alzado una explosión virtual tanto como real de inclemencia y terror, con un almacenamiento a escala total de los pobres del mundo como excedentes de la especie humana, desde Nueva Orleáns hasta Gaza y más allá. Las clases gobernantes hablan cada vez más con una sola voz, conforme la inequidad económica crece exponencialmente, sin que exista un final a la vista, y sin ninguna esperanza real de un cambio substancial en el espectáculo electoral que brinda los papeles estelares a la gente bonita con carretadas de efectivo corporativo.

Es casi demasiado para soportar, hasta encuentro en esta vieja piedra ijada un consuelo aún si me siento como el engañado capitán del motín del Caine, mostrando mi locura al girarla de aquí para allá a puerta abierta. ¿Conservar este escrito? Creo que sí. ¿Loco aún? Bastante posible, pero lo más importante, por banal que suene, continúo aún aquí después de todo este tiempo…

© 2003 Daniel Patrick Welch. Concedido el permiso para su reproducción.
Traducido por Rosa Elena

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Welch vive y escribe en Salem, Massachussets, EE.UU., con su esposa Julia Nambalirwa-Lugudde. Juntos administran The Greenhouse School. Sus artículos anteriores están a disposición en la Internet y se le facilitará un índice con solo pedirlo. El autor se ha presentado por radio (la entrevista se puede escuchar aquí) y sus columnas también se han difundido: los interesados en retransmitir el audio deberán comunicarse con el autor. Algunas columnas están a disposición en español o francés y hay otras traducciones pendientes (se acepta ayuda para otras lenguas). Welch habla varios idiomas y hace grabaciones en francés, alemán, ruso y español o entrevistas en la lengua meta por teléfono.